¿Cómo se puede ser forastero en una tierra de inmigrantes?

Santa Ana, una ciudad vibrante y diversa del sur de California, ha sido hogar de miles de inmigrantes durante décadas. En mis más de 40 años viviendo aquí como inmigrante latino, he sido testigo de muchas etapas: tiempos de esperanza, desafíos superados, y también temporadas oscuras como la que enfrentamos hoy.

No escribo esto desde la teoría o el activismo a distancia. Escribo desde la vivencia, como pastor y como hijo de esta tierra adoptiva. Hoy, más que nunca, los latinos indocumentados enfrentan incertidumbre, miedo y una soledad que grita en silencio.

Y en medio de esta realidad, la pregunta retumba: ¿Cómo se puede ser forastero… en una tierra de inmigrantes?

1.¿Por qué vinimos? La necesidad que nos trajo hasta aquí

Nadie deja su tierra por gusto. La mayoría de nosotros, los inmigrantes latinos, llegamos a este país no por aventura, sino por necesidad. Huyendo de la violencia, la pobreza, la inseguridad y la falta de oportunidades, cruzamos fronteras con la esperanza de encontrar una vida más digna para nuestras familias. Muchos llegamos con nada más que la ropa puesta, pero con el corazón lleno de sueños y la fe puesta en que aquí podríamos comenzar de nuevo. Esta decisión no es sencilla. Implica dejar atrás lo conocido, enfrentar peligros, y aprender a vivir en un lugar donde, aunque hay oportunidades, también abundan los desafíos.

Recuerdo a una madre salvadoreña que llegó a nuestra iglesia con tres hijos. Viajaron en trenes, cruzaron desiertos, durmieron en pisos fríos. Me dijo con lágrimas: “Pastor, no me importa dormir en el suelo aquí, mientras mis hijos no vean un muerto cada mañana como allá.”

No venimos buscando comodidad, venimos buscando paz.

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«No deberíamos repetir el ciclo del rechazo, sino interrumpirlo con misericordia».

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2. ¿Qué buscamos realmente? La dignidad de un futuro mejor

Buscamos lo mismo que cualquier ser humano: paz, trabajo, estabilidad, y la posibilidad de dar a nuestros hijos un futuro distinto. Queremos contribuir, trabajar honestamente, pagar nuestros impuestos y formar parte de una comunidad que nos vea más allá de nuestro estatus migratorio. No estamos pidiendo privilegios, pedimos oportunidades. No pedimos que nos regalen nada, solo que nos permitan vivir con dignidad.

Un joven guatemalteco, llegó con una mochila y una Biblia rota. Me dijo: “Vine buscando trabajo, pero más que eso… vine buscando esperanza.” Hoy es electricista, esposo, padre y servidor fiel en la iglesia. No vino a recibir —vino a sembrar.

Su historia es solo una entre miles.

3. ¿Qué esperamos de este país y sus residentes?

Esperamos comprensión. Esperamos que se nos vea con ojos humanos y no con etiquetas. Esperamos respeto. Este país, fundado por inmigrantes, debería ser el primero en recordar lo que significa ser forastero. Esperamos leyes justas, procesos claros, y, sobre todo, corazones abiertos. Que el miedo al “otro” no borre el valor de la empatía. Que el idioma, el color de piel o el acento no sean motivos de separación, sino oportunidades para enriquecerse como sociedad.

Un amigo mío trabajó más de 20 años limpiando oficinas. Un día, su jefe le dijo: “Eres el mejor que tengo, pero si descubren tu estatus, te tendré que dejar ir.” Esa noche me dijo: “Pastor, yo sé que este país no me debe nada… pero ¿será mucho pedir que me traten como humano?”

Lo que pedimos no es compasión vacía, sino humanidad auténtica.

4. Juzgados incluso por los nuestros

Una de las heridas más profundas no siempre viene de los de afuera, sino de dentro. Muchos inmigrantes de segunda, tercera o cuarta generación han olvidado su historia. Nos miran con desdén, nos juzgan con dureza y olvidan que sus abuelos o padres también cruzaron la frontera buscando una nueva vida. Esto duele, pero también nos recuerda que la verdadera unidad no nace de compartir un idioma, sino de compartir compasión. No deberíamos repetir el ciclo del rechazo, sino interrumpirlo con misericordia.

Una joven mexicana me confesó: “Mis propios primos me llaman ‘mojada’ por no hablar inglés como ellos. Se les olvidó que sus padres cruzaron la frontera igual que los míos.”

Compartir idioma no siempre significa compartir corazón. Rompamos el ciclo del rechazo con misericordia.

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«Seamos parte del refugio, no del rechazo».

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5. La iglesia: ¿Refugio o barrera?

Debería ser el lugar más seguro para el alma cansada, pero a veces también es donde se nos señala. Algunos son juzgados por su estatus, su vestimenta, o su forma de hablar. ¡Qué triste cuando la casa de Dios, diseñada para sanar, se convierte en un lugar donde se hiere! Como iglesia, debemos preguntarnos si realmente reflejamos el corazón del Padre que “ama al extranjero dándole pan y vestido” (Deuteronomio 10:18). Hoy más que nunca, la Iglesia debe recuperar su rol profético y pastoral hacia los inmigrantes. No podemos ser cómplices del silencio, ni partícipes de la indiferencia.

La iglesia debería ser un hospital para almas heridas. Sin embargo, muchas veces se convierte en una muralla más.

Una familia hondureña llegó a una iglesia, pero al saber que estaban en proceso migratorio, dejaron de saludarlos. Se sintieron rechazados justo donde esperaban amor.

La iglesia no puede ser cómplice del sistema que margina. Debemos reflejar el corazón de Cristo, que dijo: “fui forastero y me recogisteis.”

6. ¿Cómo podemos ayudar? Un llamado al corazón del Reino

Ayudemos. No todos los inmigrantes son criminales, como a veces se retrata injustamente. Sí, hay quienes fallan, pero también los hay en todas las sociedades. Nosotros somos padres, madres, hijos y abuelos que soñamos con una vida mejor. Como Iglesia, como comunidad, como ciudadanos del Reino de Dios, es nuestra responsabilidad ser luz en medio de la oscuridad.

Haz espacio. No juzgues, enseña. No señales, abraza. No persigas, protege.

Si no entiendes, pregunta otra vez. Si no sabes cómo ayudar, acércate. Si no puedes abrir la frontera, abre tu corazón. El Reino de Dios está formado por toda nación, tribu y lengua. Y en ese Reino, el extranjero no es un estorbo, es una bendición esperando ser reconocida.

Un hermano salvadoreño me dijo: “Pastor, si supieran cuántas veces oro por este país… aunque no me quiera.”

El Reino de Dios no tiene fronteras. Y Jesús mismo fue forastero. Como Iglesia, tenemos una misión:

Iglesia, haz espacio

Iglesia, pueblo de Dios, marquemos la diferencia. Seamos parte del refugio, no del rechazo. Mostremos con hechos el amor de Cristo. Recordemos que un día, todos fuimos forasteros, y Dios nos recibió con brazos abiertos.

“Amarás al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.” —Deuteronomio 10:19

Hoy, en esta tierra de inmigrantes, muchos aún caminan como forasteros esperando que alguien les diga: “Aquí tienes un lugar… tú también perteneces.”

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Sobre el autor…

Refugio Sánchez es el pastor principal de la Iglesia Metodista Libre de Santa Ana en Santa Ana, California, el superintendente asistente de la Iglesia Metodista Libre en el sur de California, y el presidente de Conexión Latina.

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